Por Yohena González
Sigues siendo el delirio perturbador de mis sueños. Malestar
dulce y provocador que me engancha cual masoquista a su trauma. Devoradora
tortura que me envuelve y me hace dependiente del mismo aire que respiras. Veneno
amargo que inyecto a mis venas dejando despejado todo malestar que aprisionas.
Crisis existencial sin sentido. Malabarista enredado en mis telas de araña sin
proyección de futuro. La vida es arte y te empeñas en moldear a puntas grises
mis alas de colores.
Todo comenzó cuando asomaste tu figura estructuralmente
perfecta al cristal tenue de mi puerta. Buscabas la dirección de causas
perdidas y viniste a tocar en el departamento de mentes debidamente bien
ubicadas. Con la razón que siempre me ha categorizado me ofrecí a dirigir tus
pasos por terrenos seguros y fructíferos. Es lógico que solo no llegaras lejos.
Mi nombre en tus labios suena distinto, segura estaba que mi cuerpo en tus
brazos igual. Despertaste mi yo curioso, mi yo atrevido. Los minutos volaron y
desapareciste envuelto en una nube de misterio; sin saber ni tan siquiera tú
nombre y en cambio, ya sabias el mío.
Jamás pensé que habría un segundo encuentro. ¿Oportunidad
que me ha dado la vida?, no. ¿Destino, coincidencia?, menos. Indiscutiblemente
en esta ocasión usaré de mis mil estrategias la más efectiva; pero cuando tus
ojos rojos volvieron a cruzarse con los míos, no dejaron ni una válida a mano.
Cuatro paredes se volvieron nuestro ring de boxeo. Pegaste bruscamente mi
espalda a una de ellas donde quedé acorralada dispuesta a sentir cada una de
tus aventuras. Tus manos y las mías se hicieron exploradoras de secretos,
busqué y no precisamente con la mirada, tus zonas más débiles y sensibles y tú
como si supieras mis puntos deleznables fuiste certero. Nuestros cuerpos
rompieron en un vaivén de deseos mezclándose hasta los últimos fluidos de una
química perfecta. Mis caderas temblaron al compás de tus piernas. Que comienzo.
Que historia.
Después de arreglar mis pelos y su camisa (ya no tan planchadita),
vinieron las presentaciones más formales, y los rencuentros en vidas pasadas.
Intercambiamos papeles y firmas y así supe que te llamas Manny, por Dios, que
mal; pero entonces afloró Shakespeare en Romeo y Julieta; ¿qué hay en tu
nombre? lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquier
otra denominación. Y eso se volvió nuestros encuentros: saludos exuberantes y
apasionados y algunos que otros temas laborales. Así me hice adicta,
consumidora de tus desenfrenos y locuras de la nada. Eso espero cada mañana en
mi oficina. Aunque ya tu vida sea otra.
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