Por: Mario Herrera
Una muchacha se
agacha en una guagua a las cinco y tanto de la mañana para recoger un arete
caído. Detrás andaba un chico que no pudo resistir la tentación y le dio una
nalgada. Ella se viró y golpeó en el pecho al que estaba al lado, compañero del
profanador y que se burlaba abiertamente. El agredido se molestó tanto que le
cayó encima a la muchacha con la misma violencia que jamás utilizaría contra
alguien de su mismo sexo, a no ser que tenga alguna ventaja, por supuesto. Los
amigos del “guapo” se metieron para apoyar la decisión agresiva e hicieron el
coro de golpes contra el grupo de muchachas casi adolescentes. Los mismos
“guapos” que nunca fueron a Angola ni han mordido a nariz a un tiburón en mar
abierto. Hasta ahí llegó el viaje de la guagua.
El martes a las
tres de la tarde, o el jueves a las ocho de la noche es sábado mañanero. En un
edificio de Centro Habana, ubicado en una calle cerca del malecón donde corre
siempre una brisa huracanada, una señora residente en un noveno piso limpia
hasta dos veces al día su casa, más que limpiar, la baldea. Tira agua y luego
barre su suciedad hasta los aliviaderos de su balcón. En el primer piso del
edificio contiguo, una doctora tiende la ropa de su niña de tres años. A
treinta metros del edificio de la señora, pasa un hombre que mira al cielo a
ver si llueve, pero ve de dónde viene. Un auto está parqueado cerca del
caminante. El dueño lo había lavado en la mañana. El agua sucia le cae en el
techo. La doctora se queja con la presidenta del CDR y la delegada, que suben,
una vez más a hablar con la señora. Cansada de tanto regaño, permuta. Al día
siguiente de llegar los nuevos vecinos, la doctora tiende en su balcón, ocho
pisos más abajo y del edificio contiguo, la ropa de cama de la niña, pasa otro
señor y el del carro lo friega…hasta que empieza a llover desde el noveno piso.
Y así sucesivamente.
Un sujeto camina
en la calle, se monta en una guagua, es caballeroso y le cede el asiento a una
señora. El sujeto carga una mochila bastante pesada, pero aún así cede su
asiento. La señora ve la mochila, disfruta de la caballerosidad, pero voltea la
cara rumbo al panorama exterior a través de la ventanilla. Y al sujeto le suda
la mano del calor y la mochila. La señora tampoco dijo “gracias”. Ella se
levanta en su parada y le da el asiento… al primero que se siente.
Tras una jornada
de trabajo fuerte en la Feria Internacional de Artesanía de La Habana, el
comité organizador pone a disposición de los expositores ómnibus con rutas
fijas. A la hora cero todos llegan y se pelean por un asiento. Una señora
defiende el derecho de su “hijito”. “¡Este asiento es para mi niño que es muy
bueno y nadie lo puede coger!”. Una muchacha marca con su bolso otro asiento.
Llega el “hijito” de casi veinticinco años, con su bocinita de tanto reggaetón;
un novio levanta el bolso del asiento marcado por la muchacha, con sus casi dos
metros y doscientas libras de puro músculo. Una señora de más de setenta años
se queda de pié, nadie le cede el asiento.
Los fumadores de La
Habana son especiales. Ellos fuman en áreas cerradas, a favor del viento y
contra viento y marea. Ellos no molestan, los que molestan son los que no fuman
porque “son minorías”. Te montas en un P-11 cuando sale de Alamar en una
jornada de playa. Lleno que no da más. Entonces Él o Ella sacan su “calmante” y
alteran a los que casi no pueden respirar. Pasa así en todas las guaguas,
discotecas y lugares cerrados. Caminan por la calle con su cigarrito (ahí uno
no se mete con ellos, tampoco abusemos) pero el aire está en contra y al final
no te apagan el cigarro en el piso; ellos lo tiran y el aire hace lo suyo. Uno
camina con su pullover de estreno y el cigarro, avivado por el aire, se enreda
en la prenda y le abre un agujero, pero “…no tengo la culpa, la culpa es del
aire que sopla para allá”.
¡Qué egoísta soy
por quejarme tanto!
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