Historia
Por: Mario Herrera
En diciembre de1998
los vi por primera vez. Si mal no recuerdo era un mediodía que nada tenía que
ver con el invierno. Cruzaba el parque 13 de Marzo de la Habana Vieja. Las
mantas en el suelo llamaban la atención de todo el que pasaba por ahí.
Guantes de boxeo,
zapatos deportivos, ropa, libros, pinceles, escritos. Una gama amplia de
pertenencias personales de personas fallecidas por sida. Junto a cada manta, a
cada muestra, estaban con sus pullovers amarillos. Un dibujo en el frente, casi
caricaturesco, de un microbús con un tráiler enganchado y las cabezas
multigéneros y multirazas de quienes viajaban en él. En la espalda un logo con
un lema escandaloso para aquellos días: “Sin condón, ni pensarlo”. Era un
tiempo diferente y el problema no era tan grave, pero apuntaba a serlo.
Uno pasaba, te
entregaban folletos con información sobre VIH y sida, te regalaban condones y
respondían cualquier pregunta que le hicieras. Unos extranjeros parecían ser
los jefes de aquel grupo. Los volví a ver un par de veces más.
Una noche, 1999
creo, estaba en casa de la que entonces era mi compañera de vida y veíamos un
programa de televisión. Era sobre ese mismo grupo, su taller de formación de
promotores y aparece en una toma de la cámara una ex, con quien mantenía una
amistad muy fuerte. Yo sabía de la situación económica de su familia, nada
cómoda.
Nos vimos después
y me explicó que era voluntaria en un proyecto de prevención de las infecciones
de transmisión sexual, el virus de inmunodeficiencia humana y el sida.
“¿Estás loca?
¿Cómo están las cosas por aquí y gastas tu tiempo en algo que no reporta?” “No
lo entenderías”. Y tenía razón. Igual, en diciembre de ese mismo año los vuelvo
a ver con su guagüita y el carrito enganchado atrás, sus pullovers amarillos,
sus plegables, condones y sus informaciones. A ella no la vi. Ya tenía un trabajo
que no le daba mucho tiempo libre. Me acerqué más allá del interés de coger la
mayor cantidad de preservativos posibles para evitar otro embarazoso embarazo
no deseado. Esta vez, escuché.
Llegó 2000. Otra
vez el “Carrito por la vida” en la calle. Les pregunté cómo era la cosa. “Es
voluntario, gratis, pasas un curso o taller. Debes disponer de al menos cuatro
horas a la semana para trabajar con nosotros, aunque tampoco es tan rígido. Nos
dedicamos a dar charlas educativas e información, bla, bla…, hay un taller
pronto.”
Pasé por la
dirección que me dieron. Más por curiosidad que por convicción. Me entrevisté
con un especialista del Centro Nacional de Prevención de las ITS/VIH/sida y un
par de semanas después estaba en un aula para convertirme en uno de ellos.
Los extranjeros
jefes ya se habían ido y el lugar, el proyecto, quedaba a manos del MINSAP en
tiempos muy complejos, pero aun así se mantenía vivo.
Mi primera salida
como promotor no fue la gran cosa. Para la segunda fuimos al Mariel, a un pre
en el campo. Y así sucesivamente. Un día llegó una carta al centro para mí. Era
de alguna persona que estuvo en una de las charlas y me agradecía que
hubiésemos ido, la charla en sí, la forma natural de esa conversación lejos del
convencionalismo pedagógico. Luego otra me saludó como si fuera yo su mejor
amigo en la vida, ¡y yo sin saber quién era!
Me empecé a sentir
bien porque me sentía útil. Estudiaba para ser bueno en lo que hacía. Me
preparaba para ser quien mejor les explicara a quienes quisieran oír los
riesgos de las relaciones sexuales desprotegidas. Asumí primero el cambio, más
por conciencia que por placer y descubrí que ser joven tiene una ventaja sobre
el que ya no lo es. Seguí con el trabajo sin dinero. Tenía mis propios ingresos
y mi universidad, por supuesto, pero le dedicaba cada vez más tiempo a ser
promotor.
Me hice consejero,
cara a cara y telefónico, “profesor” de nuevas generaciones de promotores.
Traté de no perderme esa parte de la historia. ¡Ya es 2013 y vamos para el
catorce!
Muchas de las
cosas que ustedes vean relacionadas con el Carrito por la Vida, estuve ahí para
crearlas o ayudar a crearlas con un tremendo equipo. No salí solamente a trabajar
con el público durante estos años. También tratamos de evolucionar según las
posibilidades. Algunos de los materiales didácticos costaron semanas duras desde
el amanecer hasta las tres de la madrugada, veinte personas encerradas a pura
“bronca” para obtener el mejor producto posible. Así se vivió en toda Cuba, con
sus momentos buenos, los malos y los peores.
He visto entrar a
muchos, varios con fecha de caducidad vencida antes de entrar. Otros se fueron
por las cosas mismas de la vida y los menos partieron por las cosas mismas de
la muerte. Siempre fuimos una especie de familia y no lo digo como cliché.
Ya no tengo tanto
tiempo como antes y aun así regreso a hacer algo. Esta no es solo la historia
de mi vida relacionada con el proyecto Carrito por la vida, o Jóvenes por la Vida
que es el nombre a nivel nacional (hay promotores en todas las provincias, o
“Pomotodes” diría uno de los que más trabaja en Santiago de Cuba). Esta es la
historia de cualquiera de ellos, de cualquiera de nosotros y puede ser la de
cualquiera de ustedes.
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