lunes, 11 de noviembre de 2013

Funeral



Funeral
 
Por: Mario Herrera

 Acabo de llegar de un funeral. Cada día me sorprende más la gente.
 Era una madrugada cualquiera de octubre. A las dos si recibes una llamada telefónica es una persona para decirte “te amo” (pocas veces sucede), un equivocado o una mala noticia. Casi siempre la tercera.
 “Voy enseguida”, y salí para la terminal de ómnibus. Llegué a Candelaria lo más rápido que pude. Nada supera la tristeza del velorio de un niño.
 Mis casi tíos y primos me vieron uno a uno, se abrazaban a mí y lloraban con ese desconsuelo desconsolado e inconsolable con que se desgarra el alma de un padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermanos y hermanas de una criatura que colmó en menos de dos años la vida de una familia, que fue amo y señor de los abuelos, dios de los padres, malcriador de su hermano mayor por casi nada.
 El ataúd pequeño, a su medida, de calidad tan mala como la noticia y de color que por algún momento pudiéramos pensar que era blanco.
 Llorábamos. Algunos lo hacíamos porque nos dolía; otros porque les daba pena el llanto ajeno, porque lloraban su propia vida miserable o por hipocresía y cumplimiento.
 Se acercan. Preguntan una y otra, y otra, y otra vez lo mismo. Obligan a uno a recordar lo que no quieren revivir porque duele.
 Hay de todo tipo. Los dolientes, los cumplidores y los que van a satisfacer la curiosidad para después contar con lujo de detalles lo ocurrido; los que van a ver si es verdad que Fulano engaña a Mengana con Ciclaneja y todos, absolutamente todos preguntan de nuevo lo mismo.
 Empiezan los cuentos, anécdotas de casos parecidos. Los más calmados de la familia doliente observan para evitar que exploten los que lloran de verdad y manden a todo el mundo para el c…..
 A veces se anhela el silencio o que se converse de menos idioteces; de nuevo llega alguien a preguntar qué sucedió, y otra vez el cuento.
 Toda una madrugada, una mañana y hasta la tarde. Después, la peregrinación hasta el cementerio. Ese último momento donde las madres se desmayan, lloran los abuelos, el padre trata de cargar con ese peso y su dolor; uno que se siente impotente por ver a gente que amas sufrir tanto y no poder hacer nada, solo apoyar desde las sombras para que todo se haga rápido y en silencio; los que vienen a saludarte porque te aprecian, los que cumplen (aunque suene reiterativo), los curiosos que quieren que el pueblo los vea, para que después no los critiquen.
 Comienza la caminata. Los quinientos metros que distan desde el entierro hasta el vacío. No les miento, tres cuadras de largo y ancho. El derrumbe total. La gente siente lástima y llora.
 Hoy murió un buen hombre. Padre de un amigo de muchos años. Factor común, la gente con la misma pregunta de siempre para satisfacer su curiosidad; el señor del barrio que bebe café a la salud del fallecido y un nuevo afligido que otra vez pregunta: “¿Cómo sucedió?”. Y uno con ganas de mandarlo al c….., pero no se puede. Después de todo quién llora debe ser condescendiente y educado.

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