Funeral
Por: Mario Herrera
Acabo de llegar de un funeral. Cada día me
sorprende más la gente.
Era una madrugada cualquiera de octubre. A las
dos si recibes una llamada telefónica es una persona para decirte “te amo” (pocas veces sucede), un equivocado o una mala noticia. Casi
siempre la tercera.
“Voy enseguida”, y salí para la terminal de ómnibus.
Llegué a Candelaria lo más rápido que pude. Nada supera la tristeza del velorio
de un niño.
Mis casi tíos y primos me vieron uno a uno, se abrazaban a mí y lloraban con ese desconsuelo desconsolado e
inconsolable con que se desgarra el alma de un padre, madre, abuelo, abuela, tío,
tía, hermanos y hermanas de una criatura que colmó en menos de dos años la vida
de una familia, que fue amo y señor de los abuelos, dios de los padres,
malcriador de su hermano mayor por casi nada.
El ataúd pequeño, a su medida, de calidad tan
mala como la noticia y de color que por algún momento pudiéramos pensar que era
blanco.
Llorábamos. Algunos lo hacíamos porque nos
dolía; otros porque les daba pena el llanto ajeno, porque lloraban su propia
vida miserable o por hipocresía y cumplimiento.
Se acercan. Preguntan una y otra, y otra, y
otra vez lo mismo. Obligan a uno a recordar lo que no quieren revivir porque
duele.
Hay de todo tipo. Los dolientes, los cumplidores y los que van a satisfacer la curiosidad para después contar con lujo
de detalles lo ocurrido; los que van a ver si es verdad que Fulano engaña a
Mengana con Ciclaneja y todos, absolutamente todos preguntan de nuevo lo mismo.
Empiezan los cuentos, anécdotas de casos
parecidos. Los más calmados de la familia doliente observan para evitar que
exploten los que lloran de verdad y manden a todo el mundo para el c…..
A veces se anhela el silencio o que se
converse de menos idioteces; de nuevo llega alguien a preguntar qué sucedió, y otra
vez el cuento.
Toda una madrugada, una mañana y hasta la
tarde. Después, la peregrinación hasta el cementerio. Ese último momento donde
las madres se desmayan, lloran los abuelos, el padre trata de cargar con ese
peso y su dolor; uno que se siente impotente por ver a gente que amas sufrir
tanto y no poder hacer nada, solo apoyar desde las sombras para que todo se
haga rápido y en silencio; los que vienen a saludarte porque te aprecian, los
que cumplen (aunque suene reiterativo), los curiosos que quieren que el pueblo
los vea, para que después no los critiquen.
Comienza la caminata. Los quinientos metros
que distan desde el entierro hasta el vacío. No les miento, tres cuadras de
largo y ancho. El derrumbe total. La gente siente lástima y llora.
Hoy murió un buen hombre. Padre de un amigo de
muchos años. Factor común, la gente con la misma pregunta de siempre para
satisfacer su curiosidad; el señor del barrio que bebe café a la salud del
fallecido y un nuevo afligido que otra vez pregunta: “¿Cómo sucedió?”. Y uno
con ganas de mandarlo al c….., pero no se puede. Después de todo quién llora
debe ser condescendiente y educado.
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