Por: Alexis
Díaz-Pimienta
Santi Feliú era tartamudo. Como Wiston
Churchil, Napoleón Bonaparte, Anthony Hopkins, Demóstenes, Lewis Carrol,
Marylin Monroe (por citar solo algunos). Santi Feliú era zurdo. Como Beethoven,
David Bowie, Bob Dylan, Kurt Kobain, Jimi Hendrix, Paul Mc Cartney, Mozart,
Schumann, Atahualpa Yupanqui (por citar solo algunos). Santi Feliú era poeta.
Como Silvio Rodríguez, Leonard Cohen, Lezama Lima, T.S Eliot, Borges, Vallejo,
Eliseo Diego (por citar solo algunos). Y cantaba.
Santi
Feliú era un poeta tartamudo y zurdo que cantaba sus versos, un joven eterno
que se dejaba el pelo largo y la barba bohemia para que todo aquel que pasara a
su lado supiera, de golpe, los peligros de la zurdería, las bondades de la
tartamudez, el desparpajo de la poesía.
Así lo
supe yo la primera vez que nos cruzamos en los años 80, en el ya mítico Patio
de María, cuando todos éramos “feliuzmente” jóvenes (el flaco Ireno, la
estilizada Gattorno, y hasta Migdalia, la viuda de Roberto Branly, y hasta el
propio Branly, desde un retrato hecho, pensaba entonces, para las páginas de
una enciclopedia). Y así lo supe cada vez que lo vi (pocas, por cierto) en La
Habana, esa ciudad que lo adoptó, definitivamente. Porque los genios como Santi
Feliú son siempre seres adoptados. Siempre. La ciudad, el país, los amigos, los
hermanos, los colegas, las amantes, hasta los padres biológicos terminan
adoptándolos, porque es mejor, más coherente con su forma de hacer, ser,
ah-ser, lo más complejo.
Con
creadores como Santi la adopción crea unos lazos más sanguíneos que la
consanguinidad, hay algo de ejercicio responsable que define y mejora la
relación, su envoltorio afectivo. Santi, al final, fue adoptado por todos. La
Habana lo adoptó, Cuba lo adoptó, los demás trovadores lo adoptaron, incluso la
música y la poesía fueron sus novias adoptivas. Pero quien mejor lo adoptó,
fue, sin duda, la guitarra.
Su
fiel guitarra, que lo aceptó todo. La zurdería, la voz ahumada, su aire de
funámbulo feliz, su silencio cargado de puntos suspensivos, incluso su
infidelidad instrumental, incluso sus coqueteos con la prosa. En sus canciones,
si algo se ve a primera oída, es esa comunión perfecta (cuasi incestuosa) entre
esa madre musical y el eterno hijo pródigo. Tan cómplices. Tan uno-para-el-otro.
Tan mitológicos en su fusión hombre-instrumento.
Ahora
parece fácil hablar de Santi y verlo así, hecho un Todo. Pero no nos engañemos.
Santi Feliú, como los verdaderos genios, se fue haciendo de a poco, juntamos
los demás sus pedacitos. Primero fue el hermano de. Y luego el autor de. Y
luego el intérprete de y de y de, hasta que el flaco aquel adolescente y
díscolo, sin nadie saber cómo, se sentó al piano y cumplió los 50. Los árboles
del Patio de María se deshojaron de la risa el día que supieron (por la prensa,
dicen) que Santi había cumplido 50 años. Branly mandó a comprar una botella,
dicen, con una sola condición: que el primer trago lo echaran en la tierra,
para él, el eterno anfitrión, el callado testigo. Yo (intuición o accidente)
tomé un avión en Madrid y aterricé en La Habana. Durante más de 20 años mi
relación con Santi había sido tangencial, solo tangencial: abrazos a su
hermano, charlas con sus amigos, aplausos a su música, siento que mis destellos ahogan tu brisa…
citas de sus canciones en los oídos de varias Bárbaras que respondían a otros
nombres.
La
última vez que lo había visto, en Infanta y Manglar, donde por pocos meses no
fuimos vecinos (cuando él llegó, yo me había ido ya del edificio), confieso que
olvidé decirle, Santi, gracias, bróder, yo también te adopté, nos debemos un
ron y unos poemas, bróder, yo soy zurdo también, ¿lo sabías?, pero, ¿no te
acuerdas de mí?, yo soy aquel negrito que iba a la Peña de Ireno y María en
Paseo y 37, antes que el rock y los aviones, antes que el punto guajiro… Pero
él no responde. Tu brisa que presiento inagotable, azul, infinita… La última
vez que nos vimos ni siquiera tuve el tino de advertirle que leyera los versos
de mi admirado Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender
más tarde”.
Y ya
ven, ahora es tarde, claro. Cuando tomé el avión y aterricé en La Habana, hace
dos años, en febrero del 2014, yo viajaba, como casi siempre, a la Feria del
Libro. Y en medio del jolgorio literario, como un prosaico golpe en el mentón,
me llegó la noticia. Y lo primero que pensé, desconcertado, fue un pelín
egoísta: “anda, que uno se puede morir joven”. El desconcierto tiene eso: saca
tus propios miedos y los coloca en el rostro del otro, del amigo adoptado, del
genio muerto sin aviso, un miedo salpicado de etéreos “no me jodas”, de “no me
lo puedo creer”, “¿Santi Feliú?”, “¿pero cuándo?”, “¿pero cómo?” En momentos
así es cuando una gran ciudad, como La Habana, se vuelve un barrio chico.
Todo
se sabe. Todos nos conocemos. Todos repetimos a coro (afinadísimos) el mismo
“no me jodas” con los ojos abiertos. Así que al poco rato la noticia pasó de
ser rumor o chisme de farándula, a nota necrológica y voz ceremoniosa de
locutor televisivo. Y hablaron, pronto, de una cantata en los jardines del
Instituto de la Música, de un homenaje póstumo.
Y por
supuesto, yo, con todos los Santiagos, Santiaguitos y Santis que había conocido
en la memoria, me alisté a ir, y a sentarme entre el público para rendir un
silente homenaje al artista, al poeta, al músico, al amigo adoptivo. Llegué al
jardín del Instituto con mi hermana y mis hijos. Y sucedió lo que sucede
siempre en estos casos: parecía un concierto, un gran concierto suyo con
cientos de fans dispuestos a escucharlo. Solo que esta vez Santi, el genio
adoptado, no estaría en escena, tras el micrófono, con la guitarra entre los
brazos. En su lugar, todo un ejército de admiradores cantaría sus temas,
tocaría su música, le pondría voz a la incredulidad, al des-concierto.
Frank
Fernández al piano. Gerardo Alfonso. Frank Delgado. Y muchos otros. Entre el
público músicos y poetas, poeta-músicos. Su huérfano Vicente, por supuesto. Y
Polito Ibañez. Y el dúo Buena Fe. Y Rochi Ameneiro. Y Otros. Como el narrador
Abel Prieto, el novelista. Lo recuerdo porque fue Abel quien me contó, cuando
yo pregunté pero cómo, cuándo, por qué, con mi cara de recién aterrizado, que
Santi estaba en su casa de Infanta y Manglar, de madrugada, tocando el piano,
cuando la muerte lo sorprendió con un agudo Do de pecho. “Estaba tocando el
piano”, repitió Abel. Y a mí me sorprendió aquello: otro desconcierto dentro
del des-concierto, porque en mi imaginario Santi seguía siendo un ser
mitológico pegado a una guitarra.
“Estaba
tocando el piano”, repetían todos. “Y la esposa embarazada”, insistían, otro
octosílabo perfecto, aunque tan doloroso, que no me cupo luego en la garganta.
El primero sí, era perfecto. Por eso cuando el propio Abel Prieto me pidió que
subiera, yo también, y homenajeara con mis décimas improvisadas al amigo adoptivo
que improvisó su muerte, no solo no pude decir no, sino que el primer verso
estaba claro: era una foto octosilábica, evocadora, compartible, de esas fotos
en las que luego todos nos sentimos “etiquetados”, algo equivalente a un “yo
también estaba ahí” eterno. Así llegó mi turno.
Subí a
escena. Tomé el micro. Pasaron, no sé, dos, tres segundos de silencio, y dejé
que el cerebro encontrara qué decir, guiado por ese primer verso que ya era vox
populi (“estaba tocando el piano”), y las décimas llegaron, fluyeron, se las
pude decir, recitar, gritar, escupir a la muerte en la cara. Hablé con ella. La
miré de frente. Hablé con ella y con Santi Feliú y con todos sus
incondicionales adoptivos.
Luego
bajé del escenario, escuché cómo todos aplaudían no a mí, sino a Santi, su
concierto inesperado al piano, inesperado e interrupto. Y vi cómo luego todos
me agradecían con abrazos y besos y lágrimas la foto colectiva. Algunos esa
noche, y al día siguiente, y durante varias días, me pidieron las décimas,
querían releerlas, publicarlas. Y una vez más tuve que contarles los gajes de
la oralidad, y de la improvisación poética: no, no existe texto. Aquellas
décimas nacieron allí, y allí quedaron. Recibí incluso varios mensajes por las
redes sociales reclamando el texto, “el poema que escribiste para Santi”. Y
tuve una vez más que “defender” mi “honor repentista”: lo siento, se perdieron,
fueron improvisadas.
Incluso
ahora, para este homenaje periodístico de OnCuba, la editora me pidió “el
poema” que había escrito para Santi. Y aquí estamos. Volví a explicarle que
había sido una improvisación. Pero, por suerte, le dije luego, estamos en el
siglo XXI, y aquel ejército de admiradores estaba armado con videocámaras y
teléfonos móviles. Gracias a eso, varios meses después mi amiga Yvette Carnota,
otra testigo, localizó la grabación, transcribió el texto, y lo compartió en
Facebook, ese otro barrio en el que todos nos conocemos y nos etiquetamos. Así
llegaron hasta mí las décimas improvisadas para Santi Feliú a pocas horas de su
muerte. Y así las pude “re-leer” y compartir con otros en mi Blog, ahora que la
adopción de Santi se ha vuelto asignatura universal, en toda América y gran
parte de Europa. Y así las puedo compartir, ahora, en OnCuba, con el mismo
estupor con que nacieron aquella extraña noche. La secuencia es la misma.
Imaginen, lectores: llega mi turno. Subo a escena. Tomo el micro. Pasan, no sé,
dos, tres segundos de silencio, y dejo que el cerebro encuentre qué decir
guiado por ese primer verso que ya era vox populi:
“Estaba tocando el piano”
Cuando sintió un dolor fuerte.
Callada llegó la muerte
Para callar al hermano.
Estaba tocando el piano
Tranquilo, de madrugada.
Estaba como si nada,
Como siempre, componiendo,
Estaba sueños tejiendo
Con el sol en la mirada.
Estaba tocando el piano
Cuando la muerte llegó.
Una canción se quedó
Sangrando entre mano y mano.
Estaba tocando el piano
Cuando se le fue la vida.
Su cuerpo tuvo una herida
Que no pudo soportar.
En todo Infanta y Manglar
Se escuchó su voz dormida.
Estaba tocando el piano,
Componiendo una canción,
Diciéndole a la razón:
Aún queda aquí un ser humano.
Estaba tocando el piano,
Donde quiera se escuchaba
Una tercera, una octava,
Una tecla, otra, su voz.
Y de pronto pasó Dios
Porque lo necesitaba.
Todo el mundo lo recuerda
Como un hombre coherente,
Viviendo derechamente
Pero soñando a la izquierda.
Su mano zurda concuerda
Con el zurdo ser humano.
Muerte, quisiste temprano
Callarlo, ponerlo triste.
Muerte, pero te jodiste:
¡Estaba tocando el piano!
Así fue que unas décimas que nacieron en la
oralidad, en la improvisación, llegaron a la escritura, y han estado dos años
esperando que algún músico las devuelva hecha canción, para cerrar el círculo.
Aunque eso sí: tendrá que ser al piano, la manera perfecta de evocar el adiós
de un gran poeta tartamudo y zurdo que cantaba sus versos, ese joven eterno,
ese eterno adoptado.
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