Por: Mario Herrera
No, no se trata de una canción de Sabina.
Hay cosas malas en la vida que no tienen
solución: la muerte, el hambre, la ambición, la enfermedad terminal, los Insensócratas
y el Coppelia.
Tan malo este último como cualquiera de los
anteriormente mencionados.
El pasado viernes, al salir del trabajo, pasé
por la heladería más famosa de Cuba. Tras su reapertura, muchas eran las
expectativas creadas para la mayoría de las personas de esta y otras ciudades.
No para mí.
Hace años decidí no ir más. El robo, el
maltrato, la incompetencia, la demora, eran males tan arraigados que tomé esa
decisión. Ese sacrificio para quien gusta tanto de un simple helado, era mejor
que el malestar de poder consumir algo que se le parecía. Usted sumaba el volumen
de todas las bolas de una ensalada de sabor único, y esa sumatoria, daba una
única bola de helado. Los vasos lanzados sobre las mesas, no puestos de manera
cordial o amable, sino lanzados. La circunferencia hueca del tan apreciado
producto. Las colas interminables muchas veces.
Pero
viene la reparación por los quinientos años de La Habana. Muchos bombos y
platillos alrededor del Coppelia. En pleno verano, etapa vacacional, como es
lógico, las colas son enormes. Menos el susodicho viernes.
Pasaban las seis de la tarde. Pocas personas
esperaban. Llaman y entro al Coppelia, a ese enemigo jurado de no regresar. Me
falté a mi promesa, y pagué el precio.
La Torre. Subo las escaleras que me llevan a
sus mesas, las mismas mesas de antes. ¿Lo nuevo en los cristales? Una
calcomanía con imágenes de especialidades de helados, una diferente en cada
ventana. Mal puestas, pero decentemente bonitas. Los “brochazos” en algunas
malas terminaciones se hacían notar. Pero, en fin, eso es bobería.
Llegamos
a la mesa. Comienza la espera…
Viene la camarera unos veinticinco minutos
después. Nos recita las ofertas de sabores y especialidades. Realmente, en
sabores, había variedad. No los 13 diarios que anunciaron los directivos en la
televisión nacional, pero al menos había cinco o seis, lo que, enfrentémoslo,
es bueno para este Coppelia.
Vuelve la demora. Un par de señores se
impacienta. La dependiente les recomienda que se cambien de mesa para
atenderlos ella misma. Uno de los comensales no era cubano. La camarera los
atiende con prontitud. EN mi mesa, los cuatro esperábamos.
Pusieron
dos vasos de agua. Nos miramos a ver cómo nos distribuíamos eso. Mi paciencia
ya estaba al borde. La camarera lo notó. Nos trajeron el helado y, pude
comprobar, que lo que me había prometido años atrás, nunca debí dejar de cumplirlo.
EL sabor del helado, era muy bueno (las cosas
por su nombre), pero seguía tan hueco como antes, con la misma cantidad de
hielo y hasta un pelito de pestaña. Tan mal le cayó a la señora mi impaciencia,
que ni las galletas me pusieron en el plato.
Y
volví a jurarme entonces, que como único regreso al Coppelia, es que lo hagan
cooperativa o lo privaticen, porque, mientras gastronomía estatal esté detrás
de la instalación, nunca será lo suficientemente decente, a menos que venga un
alto funcionario estatal a una visita sorpresa.
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