Por: Mario Herrera
Es una
lástima que no traigo mi cable que me permita descargar la foto desde mi
teléfono a este trabajo pero les digo que le ronca el mango.
Es la
cuarta vez que voy a mi estimada sancochera, alias “El Comedor” de mi centro de
trabajo y me pasa algo parecido. La culpa no sé de quién es porque el
administrador dice que “fumiga dos veces
por semana, que la comida la elaboran en otra cocina y que no es su culpa”
y hasta quizás sea mi pesimismo, o es que no me gusta la cucaracha cocinada.
Da lo
mismo el arroz, los frijoles y hasta el pollo, entre los ingredientes sazonadores
me encuentro al intrépido insecto que le da un sabor único a la comida o
intento de comida que nos sirven.
No
solamente saborizada, también la vemos
cuando nos acompaña en un lugar que se supone sagrado, pasan por nuestros
lados, altos, bajos, zapatos como si con ellas no fuera.
En
nuestras computadoras, salones de trabajo. Bueno, para qué hablar. Mejor dejo
que pisotearlas porque perderé los pies… y el sabor a cucaracha en mi boca.