Por: Mario Herrera
¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya vas para dos
años. Esta vez, sí estaremos juntos para celebrarlo. Todos juntos.
Hace exactamente un año, más o menos, a esta misma
hora, me llamaba tu Tía Yadira para decirme que la Abuela Tami estaba mal, muy
mal. Se había ido para Ciego de Ávila a hacerle la visita a sus hermanas de
crianza, y una crisis de asma la desarmó. Ella estaba enfrascada en no querer
ir al médico, porque quería conseguir pasajes para regresar a casa, debido a
los cumples de la Prima Vero, y el primer añito tuyo. No fue, y las cosas se
complicaron.
Tía Yadi me volvió a llamar; preparamos la
mochila con cuatro trapos y algo de dinero. Como nos decían que estaba, no
pensábamos demorar mucho en regresar con ella sin suerte.
Nos encontramos en la guagua rumbo a la terminal
de ómnibus nacionales; no pudimos resolver pasajes para Ciego. De allá nos llamaban
para avisarnos que había empeorado. Nos fuimos, la Tía Yadi y yo, al costado de
la terminal. Los taxis a provincia esperaban su clientela. Conversamos con un
señor amable, en un Peugeot rojo. Cien CUC el viaje.
A medida que nos acercábamos era más grande la
zozobra. Una nueva llamada nos alertaba que la moverían al Hospital Provincial.
Imagina, amor de mi vida, de la consulta del médico de familia al policlínico,
del policlínico al hospital municipal, de ahí al hospital de Morón, y tras el
tratamiento errado de un médico muy mediocre, al máximo hospital de la
provincia.
Llegamos a Morón justo antes de irse la
ambulancia. La seguimos hasta Ciego.
El doctor que la recibió en terapia intensiva
nos dio pocas esperanzas. A tu tía no la dejaron entrar a la sala. Había que
esperar el día siguiente, al amanecer, el “parte de las siete”.
Tía y yo salimos, nos comimos una pizza y un espagueti
que no te recomiendo, aunque tengas el hambre más grande de la historia del
hambre, y menos aún, el café.
El hospital tiene, a un costado, una pequeña
sala de espera para familiares de personas ingresadas en terapias intensiva o
intermedia. La señora de Información, muy amable, nos indicó que, al ser de
otra provincia, podíamos hospedarnos en un motelito frente al hospital, económico
y con una cama personal. Nos registramos, bañamos en el único baño, con una única
ducha para todos los huéspedes, y un solitario inodoro; dejamos las cosas y
fuimos a dormir a la sala de espera. Llegaron las hermanas de crianza de Abuela,
y sobrinas. Ellas se quedarían en casa de Ada y Elio, unos amigos ancianos que conocían
desde principios de los años ochenta.
Aún recuerdo el olor a orina acumulada, a
pesar de que nunca se dejaba de descargar el baño, la “comodidad” de los recién
estrenados asientos metálicos, y la cantidad de personas que esperaban una
buena noticia a la mañana siguiente.
Estaban los Barban, familia de Granma con un
abuelo que llevaba más de mes y medio en terapia intensiva. Otra, que no
recuerdo su apellido, pero que fue la primera en despedirse cuando mejores eran
las posibilidades de que lograra sobrevivir. Nunca se olvida el sonido del
altavoz para solicitar a los familiares en plena madrugada. Ni ese sonido, ni
los llantos. Había un señor que llevaba dos meses con un niño en terapia, y que
nunca dormía en los asientos, sino con unos cartones en la entrada, junto a la
calle de los carros; y un “veterano” con su “niña”, una muchacha de veinticinco
años que decidió quitarse la vida mediante el fuego, porque su novio encontró
otra pareja.
Hubo otros, como el Amable Ñaña, cuya amistad
con la familia aun conservamos y seguramente conocerás algún día. Los Bacha,
que también fueron amigables y perdieron a “Doña” Victoria el día que regresamos.
Y la familia de Berta Marrero, ricachones acomodados que no se levantaban a
coger el teléfono, aunque les llamaran. La señora, lamentablemente, partió una
tarde para la casa, a despedirse en la comodidad de su sillón.
Es una historia larga, amor, pero vale la pena
contártela.
Eran tres partes al día; a las siete, mediodía
y nueve de la noche. Los doctores eran muy buenos: Gleiber, Yami, el Ronco (no
recuerdo su nombre), Alejandro. Tus Tías coqueteaban con otro trigueño, alto. Yadira
era la traductora del “médico” al español.
El viernes, de esa misma semana, llamamos a Tía
Lisi para que fuera a despedirse. Así de mal andaban las cosas. Fue con la prima
Elaine, que llevaba al primito Javier en la panza. Ellas se quedaban en el
cuartico de Las Brisas, Yadi y yo en la sala de espera. Desayunábamos un pan
con lechón que ojalá y lo pruebes, a cinco pesos, en los bajos del hostal.
Desde Morón, Chambas o Mabuya, venía una prima, Yarilin, con cacharros de
comida para el almuerzo. Morón es el lugar más cercano y está a cuarenta kilómetros
de Ciego. Era un sacrificio gigantesco. Solo la familia hace algo así. Los días
que no podía venir, nos saltábamos el almuerzo para economizar.
Comíamos en casa de Elio y Ada. Imagina a un
matrimonio de ancianos de ochenta años de edad, juntos desde hacía sesenta, sin
hijos, que nos acogió como familia, y solo porque conocían a una de las
hermanas de tu abuela.
El sábado fue el cumple de la prima Vero. La
llamamos para felicitarla. Estaba triste. Quería ir para Ciego, pero solo
cumplía once años.
El lunes era tu primer añito. A las siete, las
noticias eran alentadoras. Todos estábamos felices tras el parte. Te llamamos a
las ocho y media para cantarte felicidades. La hija de Ñaña, Aymara, sonrío en
su banco (sí, porque los bancos tenían propietarios en las noches, las mañanas
y las tardes) con los ojos llenos de lágrimas. Cruzamos nuestras primeras
palabras, y nació una amistad que espero vivas. Salimos a comprar comida para
llevar a casa de Ada, nos tomamos una cerveza en tu nombre y en el de la abuela
que empezaba a pelear. Regresamos para el parte de las doce. Las cosas
cambiaron. La esperanza se iba.
Murieron algunos. Otros llegaron. A todos los
conocimos. Vivimos un aguacero enorme, las primeras y últimas lluvias que gozó
la provincia en mucho tiempo.
Casi un mes. Luego, un domingo cualquiera,
cuando no existían luces, cuando las escaras aparecieron y se hicieron otro
peligro latente, cuando los doctores trataron de despertarla una y otra vez, y
de desconectarla de un respirador artificial, pero sin fortuna, tu abuela, fiel
a sí misma, a su carácter, regresó. No te imaginas la alegría, hijo de mi vida,
aunque el camino fuera largo. Siguió en intensiva varios días más. Mandamos a
casa a Lisi y Elaine, y, un día, nos dijeron que la movían a terapia intermedia.
Durante esas más de tres semanas, nos llamaron por el altavoz de madrugada en
par de ocasiones.
Nos ayudó mucha gente. Gente que no conocíamos.
Una amiga de Aymara nos resolvió un lactobacilo muy necesario, así, sin más. Amistades
del Jefe de Sector de la Policía del barrio de la abuela, también vinieron a ayudarnos
porque Gustavo la llamó, y el propio Gustavo, se nos apareció una madrugada a
las tres y algo, y nos despertó. Imagina a ese gigantón moreno y feo, a esa
hora, que te despierte en un lugar como aquel. En fin, hay que agradecerle a
tanta gente.
Al mes de salir de la casa, pude pasar a verte
por un día. Para eso viajé. Pero fue lindo. Nos tiramos las fotos del año con
la Chinita, lo pasamos juntos, no te querías separar de mí (menos a la hora de
la teta, que era sagrada). Y volví a Ciego. Otras tres semanas. Cuidamos a la
abuela, vimos la partida de varios vecinos de cama, la muerte de Fidel, la
salida del amable Ñaña a su casa, y ni se cuántas veces fuimos a tomar café
allá.
Un sábado nos dijeron: “Si resuelven en qué
irse, se la pueden llevar”. Y regresamos. Tu abuela decidió que viviría para un
cumpleaños más tuyo, del resto de sus nietas, y hasta del bisnieto Javier. Hoy
día goza de una salud de hierro, y vamos a celebrar todos juntos, el cumple de
la Prima Vanessa, de la Prima Vero, el tuyo, y el primer año del renacer de la
abuela.
La historia es aún más larga, pero creo que
será todo por hoy. Vale la pena ahora cantarte: “Felicidades Diego en tu día…”
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